Escenas de lectura - La muerte de Hölderlin
I
Los días son cada
vez más oscuros; más grises. La gente pasa caminando por las calles como si
fuese algo normal, algo que ocurre habitualmente. Claro que me imagino a las personas
haciendo esto: jamás las observo. Hace años que no las observo. Hace años que
no me reúno en un lugar a expresar mis palabras de horror frente a lo que veo y
lo que siento. Hace años que estoy en otro lugar; otro lugar desde el que puedo
ver todo, pero no puedo decir nada, desde donde puedo escuchar cualquier cosa,
pero no actuar en consecuencia. No voy a decir que no lo extraño, pero es algo
que decidí así hacer. O, en cambio, algo que mi mente decidió por mí, y yo
aprendí a aceptarlo.
La gotera que hay
en el techo no me deja dormir. Y tampoco es que quiera hacerlo, simplemente es
una función necesaria del cuerpo: el descanso. Pero a mí el cuerpo me defraudó.
Me dijo que podía ver el lado positivo, que podía encontrar la manera de volver
a esas personas que caminan conscientes de su pasividad, de su engaño. Y esa adrenalina
de creer que podía cambiarlo todo fue lo que usó mi mente para engañar a mi
cuerpo, y lo que me dejó en este distópico purgatorio. Lo único que disfruto de
este lugar es que no tengo que ver como el universo se cae a pedazos; o si lo
veo, realmente no me importa. Las cosas ya no tienen sentido (o al menos no el
que tenían antes), no tienen propiedad. Ahora soy uno con quienes me quitaron y
con quienes me dieron. Y si nunca nadie me quitó ni me dio, ya no me interesa.
Por una vez en la vida, ya no me interesa. Ya no me siento como si la vida fuera
un intento hostil de referenciar un camino que sé que lleva hacia algo sin
salida; el más puro sin sentido. Ya no tengo que pensar en cómo la existencia
que conozco se desvanece, porque en efecto yo me he desvanecido. Ya no
represento nada para nadie, ni nadie representa nada para mí. Porque el velo ya
no existe, y lo que sea que hubiese detrás de él, me ha absorbido para siempre.
II
Así es exactamente
como se sintió después de mirar hacia su tumba, como si una propia parte de su
vida le hubiese sido arrebatada de su alma, de su corazón hemorrágico pero que
no escupía sangre, sino su propia esencia, dirigida hacia el cuerpo sin vida de
su amada. La imaginación se le quitó como opción en su mente: ya no había mundo
posible al cual escapar. Las formas de fuga eran nulas. En ese momento se dio
cuenta de que estaba condenado a vivir de esa manera, por siempre y para
siempre.
No quiso separarse
de su dicha, de su intento por reconciliarse con aquello que había perdido. Sin
embargo, la muerte quizás no era la opción más adecuada, al menos no provocada
por sus propias manos. Lo que él no sabía era que, como le ocurre al cuerpo cuando
pierde a lo más amado, la mente no puede recuperarse del ataque que le
propinaron. Y empieza a descarrilarse hasta contagiar a todo el aparato que controla.
Su muerte llegó en forma de desidia, en forma de enfermedad que tal vez no fue
provocada por ese acontecimiento, pero que lo empeoró hasta sus peores consecuencias.
Nunca un ser humano perpetuará su vida si no sufre, porque significa que nunca
tuvo una razón para querer buscarse a sí mismo, ni para querer hacer algo que
tenga sentido en su vida. Y si el sufrimiento termina acabando con su vida, no
es porque no fue lo suficientemente fuerte o porque no luchó por miedo; sino
porque ya no tenía ningún motivo en su vida para luchar contra ello. La alegoría
de la caverna se vuelve la alegoría del más allá.
III
El cambio de
perspectiva del arte con respecto de aquello que desea representar el mundo con
sus constantes intentos de alienación es de lo poco que me hace seguir pensando
que la vida tiene un escape; una salida de su oscura realidad. Porque le está
diciendo en la cara a los señores del progreso que no van a aceptar su invasivo
y tortuoso desmantelamiento serial de la existencia, y tampoco van a tolerar a
sus “nuevos dioses”. Los fracasos de esos impolutos egocéntricos no serán los
fracasos de pintores, o de los poetas que les avisaron que la caída sería inminente.
Y estos murieron, en consecuencia, como enunciadores de un futuro no solo sin
explicaciones, sino también un futuro con total falta de sentido. El más grande
nihilismo en la historia de los nihilismos, aquel que viene a quitarle significación
a quienes intenten darle una gota de pintura a un cuadro en blanco y negro. Y
por eso es que nadie pretende ser feliz, porque simplemente ya no les interesa
serlo. A nadie le importa su propia vida: solo les importa seguir los intereses
de otros, que ni siquiera conocen, pero que al parecer son más importantes que
ellos. La vida es más importante que las personas; la vida de quienes no están
es más importante de quienes sí existen aún.
Las personas así
se encierran en su propio edificio, en su propio conjunto de apartamentos donde
sus emociones viven una por una, reprimidas, sin ser vistas jamás. Se parece un
poco a un aislamiento, como si una enfermedad extremadamente peligrosa corriera
libremente por las calles de las ciudades. Los sentimientos son así puestos en oposición
al exterior, a los confines del mundo: ellos no deben salir, porque se ha construido
todo un complejo dedicado a que estén lo más cómodos posible, sin tener para
qué así salir de donde están. Pero un día uno de ellos, probablemente alguna
emoción novedosa en rememoración de otra más antigua, decida intentar salir de
ese espacio retirado de la contemplación del resto; nunca antes conocido. Y en
ese instante, cuando todo eso ocurra, cuando el rojo se mezcle con el negro y
los colores sean como una explosión de algo incomprensible, pero al mismo
tiempo inevitable, ¿qué es lo que va a ocurrir? Y ahí es cuando el ojo empieza
a latir, cuando todo el cuerpo empieza a latir porque si no lo hace va a implosionar.
IV
Y entonces es así
como me desperté un día y decidí, sin dudarlo por un segundo, que había otro
sentido, otra forma de creer en algo que me diera vida, a mí y a mi palabra.
Una subjetividad que no me transformara en un iluso del avance indiscriminado
sobre un mundo que vería su destrucción inminente. Un universo en el que podría
sentir que las cosas toman otra dimensión; donde la paradoja del movimiento y el
detenimiento pudieran resolverse eternamente en mi lectura, la cual me elevaría
a lugares desconocidos por el ser humano. Porque si el velo ya no está, y yo ya
sé que no hay nada detrás de él, ¿qué me queda entonces? Tal vez sea el primero
en creer que detrás de todos los dioses que la humanidad haya tenido, el que
primero se debe tener en cuenta es el que converge en la idea de uno mismo, de
creer en lo que uno mismo es y puede ser. Si las personas de este mundo quieren
actuar para otros, que así lo hagan, más bien no será lo que yo decida hacer.
Luego, con suerte, en un millar de años tal vez, la especie que tanto se ha quitado
a sí misma se dará cuenta de sus actos, y tomará otro camino. Y yo seré en
efecto de los primeros en tomar ese camino.
Podrán pensar lo
que quieran, podrán decir lo que quieran, pero al mismo tiempo se cortan los
brazos, las piernas, y el cuello. Y en esa imagen, en esa forma de tomar una manera
de entender al mundo, la dignidad no solo no existe; sino que ni siquiera es
concebida como algo posible. Y en ese sentido quizás la gente debería empezar a
leer, o a contar a partir de escuchar a otros leer no sobre los clásicos que
muchos creyeron inmaculados, o sobre lo nuevo que reivindica la idea de un presente
maravilloso, y un futuro aún mejor. Deberían tener en cuenta aquellas historias
sobre quienes de verdad sufrieron, sobre quienes intentaron cambiar las cosas
no porque estuvieran descontentos con la realidad de la vida, sino porque
sabían que esa vida era exactamente lo que los demás veían porque no conocían
otra distinta; porque no podían entender que las cosas fueran de otra manera. Y
yo todavía no conozco esa realidad diferente, pero sí la posibilidad de que
ella ocurra. De ver el universo como el lugar donde el ser humano pueda hacer
de su existencia aquello que añore, y no que lo moldee a su gusto sin medir las
consecuencias. Pero resulta pertinente mencionar que, quizás para darse cuenta
de ciertas cosas, se deben cometer errores. Aun así, también hay otro requisito
para que todo este cambio suceda, y ese es experimentar el sufrimiento. Porque
quien no va vivido la muerte de un ser querido no puede jamás imaginar cómo será
su propia muerte. Ahora, si me disculpan, me voy a buscar esa realidad
diferente de la que les contaba previamente.
F.
H., 7/6/43
Bibliografía
- María Gainza. El nervio óptico
(selección), Barcelona, Anagrama, 2017.
- Fredric Jameson. Ensayos sobre el
posmodernismo, Buenos Aires: Ediciones Imago Mundi, 1991.
- Valeria Luiselli. Desierto sonoro
(fragmento), Madrid, Sexto Piso, 2019.
- Haruki Murakami. Kafka en la orilla
(fragmento), Buenos Aires, Tusquets editores, 2002.
- Haruki Murakami. Hombres sin mujeres
(fragmento), Buenos Aires, Tusquets editores, 2016.
- Ricardo Piglia. “Ernesto Guevara, rastros
de lectura (cap. 4, fragmento: “Una foto”)”. En El último lector, Barcelona,
Anagrama, 2005.
- Nicolás Casullo, Ricardo Forster y
Alejandro Kaufman. Itinerarios de la modernidad (cap. 13, “El romanticismo y la
crítica de las ideas”). Buenos Aires, Eudeba, 2009.
- Rafael Argullol. El resurgimiento del yo.
En El héroe y el único, Madrid, Taurus, 1982.
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