Inconsciente de virtudes, consciencia de vicios - Reseña de selección de cuentos de "Arquitectura del océano" de Inés Garland
Un postergado comienzo.
Esa probablemente sería la definición de la carrera literaria de Inés Garland.
Habiendo comenzado a escribir a los diez años, recién expuso su material a los
treinta y siete, a finales de los noventas. Trabajo dentro de la escena literaria
durante varios años (como editora en una revista y guionista, entre otras
cosas). En el año 2006 publicó su primera novela, El rey de los centauros.
A este le siguieron otros dos libros, hasta que en el 2014 salió a la luz La
arquitectura del océano, del cual haré un análisis de algunos de sus
cuentos.
Nacida en el año 1960, la
vida de Garland probablemente dio con numerosas experiencias de vida, más aun
teniendo en cuenta el carácter de la Argentina durante estos últimos sesenta
años (una lista de acontecimientos, ya sean buenos o malos, de la que muy pocos
países podrían jactarse). De una forma muy federal y con escenarios de todo
tipo, la escritora nos presenta una serie de historias en las que siempre los
personajes se ven en una encrucijada por salir (o no) de su zona de confort
para aventurarse en un clima, en un territorio desconocido que les genera dudas
y preocupaciones. Pero que a la vez en algún punto les libera; les quita un
peso de encima, los lleva a entender algo. Ya sea por prejuicios de todo tipo o
por ignorancia, quienes aparecen en los cuentos poseen un punto de vista de lo
que ocurre, y drásticamente pueden cambian de parecer, o recrudecerse cuando
ven que el resto piensa diferente o sigue pensando como esa persona lo hacía.
No menciono anteriormente
lo federal de los escritos (ocurren en diferentes partes de la Argentina) ni la
edad y experiencia de la autora en vano, sino porque sus palabras, su
vocabulario y expresiones en muchos momentos, parecen sacados de época. De una
época a la que perteneció (y con la que se probablemente se siente identificada),
en la cual viven sus personajes. No parece ser algo que se haya escrito hace
seis años; quizás ni siquiera en este siglo. Podría tener que ver también con
mi edad y una falta de criterio de los tiempos y el pasado, sin embargo, no
puedo sino señalar todas estas cuestiones. En estos seis cuentos, cada uno
parece representar un momento en la vida de una persona, con sus altibajos, en
los que algo se debe reflexionar; se debe aprender, para así pasar al siguiente
momento, que comprende una estructura similar.
En general el proceso
narrativo es muy descriptivo e intenta mostrar todo a su alrededor. Los
detalles se presentan de forma minuciosa, y, presentan finales abiertos, que no
son extremadamente complejos pero que contienen mucha tierra fértil para que el
lector se apañe. Los personajes presentan su lado emocional (el conflicto en
casi todos los casos suele ser o tener relación con un sentimiento, un
enamoramiento que no se puede producir por barreras sociales y religiosas (El
rayo verde); un deseo tan intenso que al mismo tiempo que libera, atrapa: a
la vez que se lo quiere, da miedo (La perra de tres dientes), o incluso
amores que comprenden incongruencias por las edades de quienes los pretenden
pero que hasta podrían considerarse platónicos (Nada que hacer; El
último muelle). Vale la pena mencionar que todos los cuentos están escritos
en tercera persona y con un narrador que todo lo sabe (excepto en El rayo
verde, que se desarrolla en primera persona), aunque se dan
trayectos entre las historias donde se desvelan o no los nombres de los
personajes. Se utilizan mucho particularmente “la madre”, “la hija”, “ella”,
entre otros. Garland dice en una entrevista que no piensa que hace una “literatura
femenina”, aunque sí tiene en cuenta a la hora de escribir que quizás a los
hombres les gustaría conocer los sentimientos más profundos de las mujeres. Las
protagonistas son casi siempre femeninas, y a partir de ellas surge un cúmulo
de emociones que le dan al conjunto literario un toque de humanidad que no
cualquier libro presenta actualmente, al menos no tan bien logrado como en este
caso.
La selección arranca con El
rayo verde, una narración sobre unas vacaciones de una familia y una amiga
de la protagonista hicieron en Salinas, en Río Negro. El texto se desarrolla
por medio de una consigna muy sencilla: el amor tiene pudores (en los que en
este caso también interviene lo religioso) y es arbitrario entorno a quienes y
como lo comparten. La protagonista ve como su familia se modifica, se agrieta,
se desluce en torno a su padre y las decisiones que toma. Su madre, en cambio,
parece ya saber lo que va a ocurrir, y se queda como fuera de la situación, o
del mundo directamente. Se dan acontecimientos que ponen en primer plano la
consigna esos pudores y su arbitrariedad, y ahí es donde entra la resolución
del conflicto: o todo fue un engaño, o no se contó claramente (o ambas)
Las cosas funcionan de
una forma, pero no de la que pueda formar parte; de la que tenga decisión. Sin
embargo, luego de ver el rayo verde, se sale de escena, como si fuera su madre;
se quita del medio. Prefiere recordar lo que quiera recordar, en vez de lo que
le hicieron hacer y que debería tener en mente. La narración descriptiva de las
secuencias y el sentimiento no de enojo, sino de decepción mezclado con
extrañeza que transmite Garland, sobre todo sobre el final de la historia, hace
que uno se sienta tan desbarrancado como la protagonista parece estar. El rayo
verde parece ser una metáfora visual de la imaginación, para entender que a una
cierta edad o momento todos nos damos cuenta de que tenemos que dejar de vivir
según lo que atribuyen los demás, y hacerlo como a nosotros nos plazca, aunque
eso signifique hacer sacrificios a la memoria.
La cautiva cuenta
las vacaciones de una familia en la selva misionera. El eje es la madre y su
preocupación por la satisfacción de su familia en el lugar. Posteriormente, y
ya con reclamos de parte de su familia, se va a caminar por la selva y sufre un
accidente. El rescate por parte de un nativo y el subsecuente retorno le
produce un cambio en su devenir. Los prejuicios iniciales de la madre se
disipan en el cielo como agua evaporada, y sus preocupaciones pasan a un
segundo plano. Ya no importa lo que los demás quieran, sino lo que a ella le
parezca, lo que considere oportuno. La construcción de un personaje frígido,
duro, que se va soltando a medida que es golpeado por los puños de la propia
existencia es algo que Garland logra desarrollar muy bien. Sin embargo, el
resto de los personajes parecen estar muy limitados para el lector, muy
acotados dentro de su propio marco, quizás con la excepción de Raimundo.
Una excepción a los
demás, La perra de tres dientes transcurre de manera muy fugaz, muy
rápida, como si fuera lo que de verdad es (una noche en la cual ocurre “lo que
tenga que ocurrir”). Marco, el personaje principal, se sumerge en su propio
deseo, en su propio vicio del que parece no poder escapar: parecería como si de
día fuese una persona como cualquier otra (el principio del texto lo sitúa como
un profesor, no sabemos de qué), pero que de noche se mueve hacia aquello que
le atrae, pero a su vez le genera dudas (e incluso algo de miedo). La aparición
en el boliche y las explicaciones que da de lo que sucede y piensa Marco (“Hace
un mes que va al Tropical a buscarla, a odiarla desde el balcón”) nos dan a
entender que él no quiere estar ahí, pero no puede no estarlo. Todo lo que
sucede después es consecuencia de esta última idea, hasta que nos encontramos
con el fin de una escena sexual en la cual la mujer observa al protagonista
llorando, angustiado por lo sucedido, tan avergonzado como disconforme. El
imaginario de no poder controlarse ante los impulsos de una curiosidad que debe
(sí o sí) ser satisfecha es un tema que Garland maneja a la perfección en todo
el relato, siendo este uno de los que mejor articula. Las frases agresivas,
crudas, vulgares sin precedentes hacen al cuento diferenciarse de todos los
demás, y lo sitúan en un estandarte donde lo vergonzoso, lo indebido se hace y
se dice muy poco, y funciona quizás como una descarga de lo convencional, de lo
común, de aquello que suele ocurrir y que se torna ya hasta aburrido.
Oscar
es, quizás, el más extraño del sexteto, más allá de que no posee grandes complejidades
textuales o estilísticas. Su rareza proviene, principalmente, de que el
personaje a cuyo nombre se vale esta historia no emite sonido alguno: no tiene
diálogo en ninguna de las páginas (excepto cerca del final cuando le dice
“estás azul” a Sofía, que salió de la casa para ir a verlo por motivos
desconocidos, y tampoco sabemos cómo llegó allí, ya que la narración parece
olvidarse un párrafo entre lo último dicho). Los demás personajes viven “en la
suya”, sin percatarse en lo más mínimo de lo demás, y van mencionando en tono
de broma (tanto las descripciones de Sofía como los diálogos de los adultos)
una personalidad supuesta de Oscar que nunca se llega a comprobar, lo que me
deja pensando que Garland, pensado o no, desarrolló un texto que se construye a
partir de las suposiciones, de lo deducido; de aquello que no se cuenta. Son un
montón de descripciones, de comparaciones que quedan en nada, sin nosotros
poder atestiguarlas. Oscar no es solo el protagonista del cuento; Oscar
es un misterio irresoluble.
Nada que hacer
es, en esencia, una bajada de línea de una madre que habla sobre su hija y su
relación, en un viaje con un grupo de personas. A partir de lo ocurrido (de
cómo actúa la hija), el texto va rememorando como eran una (en el pasado) y la
otra (en el presente) en su juventud, remarcando diferencias y similitudes. A
través de una “versión más joven”, la madre se da cuenta de que las cosas que
hizo en su época de juventud no eran las que hubiese querido, o al menos no una
vez que observa a ese grupo de mujeres jóvenes. El arrepentimiento surca su
mente y la deja estancada por momentos, en un diálogo interno que se resuelve
luego de la charla con un joven de los que fue al viaje. Las conclusiones,
aunque no parezcan positivas, resuelven el conflicto: el tiempo pasa muy rápido
como para no hacer las cosas y actuar como uno quiera. La autora maneja bien
las conversaciones (el cigarrillo como elemento de alteración funciona a la
perfección), aunque la falta de nombres propios complica un poco la lectura por
momentos.
Finalmente, nos situamos
en El último muelle, unas pocas líneas que nos narran brevemente una
secuencia de dos personas que se encuentran, para luego separarse de manera
fugaz y dejando un sentimiento de una relación que no puede ser; que no puede
existir, aunque en algún punto parece mucho más cercana de lo que creerían los
personajes. El texto se podría imaginar incluso como un sueño: la utilización
de metáforas y momentos dichosos pero que tienen poca demostración sentimental
hacen que todo quede implícito. Ninguno habla, pero ambos saben que pretenden.
De un párrafo a otro no sabemos si José es aquel al que ella se imagina para no
sentirse triste, o sí está ahí, pero inidentificable para sus ojos. El final no
nos da mayores conclusiones: genera aún más dudas sobre qué es lo que ocurre.
Porque parecería que se encuentran, pero jamás lo hacen. Se quieren, pero no
hacen nada al respecto; cómo si tal vez no quisieran creer lo que sucede.
Para ser un texto que
busca y encuentra (aunque nunca nos dice qué encuentra exactamente), lo
importante no suele ser hacia donde se va, sino el hecho de alejarse; de
moverse del lugar en el que se estaba para pasar a otro que, no promete nada,
pero a la larga es la única opción. Garland construye un conjunto de escenarios
en los cuales la interacción humana toma curvas muy bruscas, pero que están
narradas como si fueran giros sencillos. No se intenta congestionar la tensión
con un vocabulario atractivo en nivel, pero excesivo en esencia. La selección
de cuentos correspondientes a La arquitectura del océano, llama la
atención a la vista. No lo hace de manera inmediata; hay que tenerle un poco de
paciencia. Pero como ocurre en la vida: los grandes cambios requieren su
tiempo. Esa sería, quizás, la moraleja detrás de la novela. O detrás de la
autora.
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