Exégesis de la superficialidad - Antología de cuentos
ÍNDICE
SI ALGUNA VEZ
(Consigna:
relato que tenga un jeroglífico, un perro negro, un objeto filoso, un enano, un
reloj antiguo, un espejo roto y que el narrador sea interno, en primera
persona)
TRANSPOSICIÓN
(Consigna:
relato escrito a partir de un relato narrado por otro)
OXÍMORON
(Relato
propio, no hecho como consigna de la materia)
LOS MALES DE NO SABER SUFRIR
(Relato
propio, no hecho como consigna de la materia)
DÉJÀ VU
(Consigna:
relato descriptivo a partir de imágenes tomadas durante la cuarentena)
“CARGALE DOSCIENTOS, POR FAVOR”
(Consigna:
cuento escrito utilizando un objeto significado de los elegidos previamente)
UNA VIDA RESIDUAL
(Relato
propio, no hecho como consigna de la materia)
NO QUIERO QUE COMPAREN CON UN MONTON
DE BUENOS ESCRITORES CUANDO SOY SOLO UN BOLUDO HABLANDO DE BOLUDECES
(Relato
propio, no hecho como consigna de la materia)
SI ALGUNA VEZ
Si alguna vez me porté mal, quizá fue por rebeldía. Mas bien nunca me
contaron que el ser humano sufría tanto de apatía. Estaba triste y molesto por
lo mismo que cualquiera; era un pendejo malcriado y siempre me dejaron hacer lo
que quisiera. Una vez agarré un cuchillo para cortar la carne y jugué a que era
un pirata. Estaba en el medio del living y lo movía para todos lados, peleando
contra montones mientras llovían las balas de cañón. En ese momento llego mi
padre gritando, tirando insultos como si fuera una catarata, porque no me di
cuenta y casi le atravieso a mi hermano el riñón.
Si alguna vez parecí ser desinteresado, no me molestaría decirles que es
verdad. Una vez fui a una mezquita en la que vi que exhibían grandes piedras
con jeroglíficos en ellas escritos, y al llegar a una sala llena de gente
rezando y aburrirme después de cinco minutos sin desacatos, les dije por donde
podían meterse a su deidad. No creo tener que describir lo que ocurrió después;
si fuera a la meca me crucificarían tal vez. Ah no, eso es de los católicos,
pero como dije antes, poco me importan los detalles técnicos.
Si alguna vez fui inquieto, es porque a la gente le gusta demasiado
quedarse quieta. Si te movieras un poco más, no te hubiese quitado ese reloj y
harías que de intentarlo me arrepienta. Ese reloj que tiene más años que
Mirtha, y que podrías venderlo y hacerte millonario, pero que tu apego
emocional y otras estupideces te producen hacer exactamente lo contrario. Para
compensarte, te regalé un espejo de mano y lo rompí, para que nunca contemples
tu horrible rostro, como yo lo hice la primera vez que te vi.
Si alguna vez me reí de más, será porque tenía sentido hacerlo. Como el
otro día que apareció Toto, que estaba siendo paseado por mi vecino Carmelo. No
solo su nombre es gracioso, sino que su perro es una mole. Pero el hombre es
tan bajito, que si fuera más joven diría que todavía va al cole. No sé cómo
maneja a ese animal de pelo totalmente oscuro, que debe pesar más de cuarenta
kilos. Sueño, a veces, con que un día los vea, y Carmelo se suba a Toto como si
este fuera un caballo. Galopando por toda la cuadra de Beiró, mientras el
canino, pasando por la verdulería de la esquina, intenta robarse un zapallo.
Yo, tirado en el piso y muerto de la risa con un suéter que se me rasgó y empezó
a largar hilos. No sé por qué aparece el suéter en mi sueño; supongo que porque
ya estamos en mayo.
Si alguna vez fui grosero, seguramente el que lo dijo inventó un
pretexto. Y si fuiste vos y te sentiste ofendido, deja de leer ya mi puto
texto.
TRANSPOSICIÓN
El otro día, en una clase como cualquier otra, ocurrió algo
desconcertante, improcedente; totalmente fuera de lugar. Pero al mismo tiempo fantástico,
emocionante, y también curioso al extremo. De hecho, tan interesante era, que a
ningún otro de los alumnos les resultaba atractivo oírlo, excepto al que lo
producía. Por primera vez en la vida, uno de mis alumnos (el cual ni siquiera
lo era en un principio), no le resultó en absoluto divertido lo que les había
dicho a los nuevos estudiantes como él, y me lo expresó, en la cara, sin
rodeos. Es muy raro que alguien te cuestione, no solo siendo profesor, sino
luego de elaborar un primer contacto con un nuevo grupo. Pero en su mirada
había tanta displicencia; tanta intensidad de desafiar y de ser desafiado por
algo o alguien que ni se molestó en ser cortés. Simplemente agarró y dirigió su
mayor desacato emocional hacia mi persona, y probablemente haya sido de las
cosas más únicas que alguna vez vaya a presenciar.
Honestamente, creo que sorprendí a mi nuevo profesor el otro día. Me
habían hablado de él: mis amigos me contaron que daba ideas muy interesantes;
que jamás nadie se había arrepentido de cursar con él. En ese mismo momento me
encontré ante la oportunidad perfecta para probar mi punto. Llegué ese día al
aula y me senté, paciente de la llegada del docente. Al encontrarse en ya
dentro de la sala, inició su monólogo introductorio, al que observe con cierto
escepticismo. Todos mis compañeros, con una mezcla de admiración e
incomprensión asociada a la creencia de excelsitud que percibían del que
ejecutaba el habla. Al finalizar, todos quedaron impactados frente a aquello
que recibían como extraordinario. Yo, por el contrario, lo miré con suma
indiferencia. En ese momento dirigió su mirada a mí, como esperando algo. Lo
único que me importaba en ese momento era que dijera algo; que demostrara su
falta de felicidad al no darle la satisfacción total de la clase.
- ¿Hay algo que no te haya gustado de lo que dije? – me preguntó,
ligeramente molesto.
- Francamente, casi todo – le respondí-.
Y así empezó una serie de verborragias algo imprudentes, pero que
probaron mi punto a la perfección: a alguien al que nunca se le demostró que
puede estar equivocado jamás se le va a pasar por la cabeza que lo está.
El otro día tuve mi primera clase de un seminario llamado “la comunicación y su sistema de redes inhumano”. El profesor, al cual ya había tenido en otras clases, era probablemente de los mejores que tuve en mi vida, y tenía altas expectativas en esta ocasión, como en todas las anteriores. Me desperté temprano, desayuné y me fui a tomar el 307 para ir a la facultad. Al llegar, me di cuenta de que faltaban aún diez minutos, por lo que fui hasta el kiosco y compré una botella de agua para la clase. Ya llegando a la clase, tomé asiento y me senté, esperando la llegada del docente.
- Buenos días alumnos, y bienvenidos a la primera clase de este corto
seminario que seguramente les va a fascinar – dijo al llegar este.
La explicación duró unos quince minutos, y al terminar nos consultó si
teníamos preguntas. Todos estábamos fascinados por lo que dijo, a tal punto de
que múltiples sonrisas desembocaban de los rostros de gran parte de los
presentes. Algo destemplado, el profesor se acercó a un pibe que no parecía
estar muy contento y le preguntó si tenía algún problema con lo mencionado
previamente, a lo que la contestación que recibió probablemente la mayor
muestra de desobediencia que vi en mi vida. Nunca pensé que alguien podía ser
tan desagradecido con una persona que gasta su tiempo en impartir una clase,
por lo que muchos de nosotros pretendíamos ignorar (incluso desfavorecer) lo
que decía este malnacido. Nos fuimos de la clase furiosos, y con ganas de que
jamás alguien así retornara al seminario. Siempre nos enseñaron que los alumnos
no deben faltarle así el respeto a un profesor, y hoy nos probaron que tal vez
nos estábamos faltando el respeto a nosotros mismos.
- Pérez, ¿no? Quédate un segundo, tengo que hablar algo con vos.
- ¿Algún problema profesor?
- No, de hecho, todo lo contrario. Bueno, desacreditaste toda mi clase
en cuestión de media hora. Le sacaste el mérito a aquello que pudiera tenerlo,
y desarticulaste cualquier motivo para que este seminario se pueda dictar.
Ahora, ya no tiene sentido darlo.
- ¿Y eso no es un problema?
- No, no lo es. Bueno, me pueden llegar a quitar la clase, y por ende la
paga de esta si los alumnos dejan de concurrir, y si yo me rehúso a dar clase
pueden sacarme más que eso. No sé si tengo ganas de venir a la universidad de
nuevo, para serte sincero.
- ¿Y te sentís mal al respecto?
- No exactamente. Solamente no puedo mirarme nuevamente en un espejo de
la misma manera; no puedo ver el mundo como si siguiera pareciéndome algo
superficial, simple y agresivo a lo externo. Ahora todo se pone de cabeza y
vuelve, y me produce mareos constantes.
- Bien, eso significa que estás pensando, para la clase que viene quiero
que pienses acerca de cómo la vida parece tan cíclica, pero tan solo lo es
porque nosotros lo decidimos, como vimos hoy, y lo cuentes en la clase.
- Pero eso me haría cuestionar para qué me podría levantar, desayunar,
vestirme y venir varios días a la semana, a este mismo edificio, del cual ya no
se si deseo olvidarme o no. No me generaría pensar en eso más dudas y temores.
- De eso se trata todo esto, Antonio, de entender que la vida te engaña,
te desprecia, te quiere, te busca y no te suelta. Y la vida es una mierda a
veces, eso es seguro.
- Sí, eso es seguro.
- ¿Nos vemos el jueves que viene entonces?
- Sí, bien.
- Perfecto, buen fin de semana.
- Igualmente.
Se
desesperó. Y eso, por más irreverente que pudiera sonar, fue lo que lo delató.
Nunca supo que sucedió, ni cómo lo encontraron en donde estaba. Sin embargo,
sus recuerdos finalmente pudieron cesar de ser revividos una y otra vez en su
perturbada mente.
No
dudo por un segundo. Entre ir a trabajar e intentar nuevamente reparar ese
lavarropas viejo que tantas vueltas le dio con los años para que siguiera, de alguna
manera, funcionando y avisar que estaba enfermo, prefería como fuese la
primera. Aun así, cabe destacar que él odiaba su trabajo.
Salió
de su casa y se metió en su auto, como siempre, hacia la ciudad. A veces se
preguntaba si vivir lejos de esta en realidad era más saludable y le generaba
menos estrés o, por el contrario, se alejó cuarenta y cinco minutos lejos de su
trabajo para nada. – Nunca
lo sabré – pensó. Hasta que, sin darse cuenta, ocurrió. Una rueda, como quien
no quiere saber nada más con el otro (en este caso, el otro fue el auto) salió
disparada hacia afuera de la ruta, y el vehículo empezó a derrapar en una
especie de zigzag que derivó en un choque (a una velocidad moderadamente
prudente, al menos) contra un auto que tenía adelante. Sin poder controlar
desde el volante, él se alarmó, pero no tanto como el dueño del otro vehículo,
que salió con cara de furia y le hizo señas para que saliera él también.
Se
escondió, y empezó a buscar mirando hacia todos lados una forma de escapar. El
edificio tenía como unos diez a quince metros de alto (escalar hacia abajo
sería tarea imposible), y no había ventanas en la cercanía. Solo quedaban dos
puertas: una fue por donde ambos entraron, y si salía por ahí, sería visto al
instante, y por ende perseguido. La otra, sin saber a dónde conducía, e incluso
si estaba o no cerrada, no estaba a la vista de ella, pero si no se movía
rápido y sigilosamente podría detectarlo. Finalmente se decantó por la puerta
desconocida, y sin pensarlo dos veces, caminó con cierta rapidez hacía la
misma. Intento abrirla, y no es que no se abriera, es solo que estaba
ligeramente trabada y requería un pequeño empujón hacia afuera. En vez de
hacerlo de a poco, le imprimió toda la fuerza de una sola vez, y la puerta hizo
un chirrido que ni a un kilómetro hubiese pasado desapercibido.
Decidió no salir del vehículo (ni siquiera bajar la ventanilla) y la figura de la otra persona, en cuestión de segundos, ya estaba al lado del auto con unos papeles. En oposición de lo que él creía, la afectada se trataba de una mujer; nunca había tenido un momento en el que hubiese podido verla claramente, por lo que por algún motivo en su mente se produjo la idea de que era un hombre cuando en realidad no lo era. Sin saber bien que hacer, bajó la ventanilla y se dispuso a hablar con ella.
– Vos los anteojos los tenés de adorno, ¿no? Me rompiste medio paragolpes – le dijo ella con un pronunciado recelo. Atónito como quien se entera de algo inesperado, contestó con un “no, eh disculpame” en un tono un poco miedoso y sacó los papeles del seguro de la guantera. En el momento en el que pretendía que ambos fueran a intercambiar datos, se encontró con una sorpresa. En vez de entregarse los documentos para así anotar los datos, un arma (quién sabe si cargada o no) se colaba apenas por la ya baja ventanilla, apuntándolo directamente.
– Bajate ya, no tengo tiempo para estas pavadas, y no puedo llevar esa cosa a
donde voy. Me llevo el tuyo. Vos andate con la chatarra que chocaste o no
volvés a ningún lado nunca más. Y si te vuelvo a ver alguna vez, sonaste – le
dijo ella, casi a los gritos. Rápidamente salió del coche y vio como este se
alejaba con su nuevo conductor por la ruta.
Rápidamente,
se levantó del piso y salió corriendo hacia el interior del edificio. No
entendía como puso aparecer de nuevo en las narices de esa persona iracunda, y
mucho menos que hacía en su lugar de trabajo. – Un primer día de película de
acción – pensó, intentando momentáneamente que lo estaban persiguiendo para matarlo.
A lo lejos, se escuchaban las voces amenazando con lo previamente dicho de
ella. Escondido en un lugar casi imposible de encontrar pero que al mismo
tiempo no le permitía un escape nada sencillo, empezó a pensar cómo salir de
ahí, mientras lentamente comenzaba a tener cierta sensación de pánico.
No
tenía nada más que decir: llegaba tarde en su primer día de trabajo, en un
vehículo desconocido y luego de sufrir el susto de su vida, y por si fuera poco
su teléfono había quedado en el otro auto, por lo que no tenía manera de
avisarle nada a nadie. Finalmente llegó al estacionamiento, y luego de dejar el
vehículo, se dirigió hacia el edificio. Saliendo, con cierto apuro, estaba su
jefe, el cual lo saludo recordándole que estaba llegando tarde. Sin ser un
intercambio de palabras muy sustancioso, cada uno volvió a tomar su camino,
cuando se escuchó a alguien frenando repentinamente a pocos metros de donde
ambos estaban. Del automóvil bajó una mujer con una especie de control remoto,
la cual no se limitó a decir nada. Simplemente apretó un botón remoto, y de la
nada, una explosión se dio a metros de donde estaba su jefe, el cual
desapareció en el estruendo. Instantáneamente, el estruendo llegó a hasta él y
lo derribó, arrastrándolo por metros.
Además
de esta historia pobremente elaborada, ¿Qué es lo que sucedió, y por qué fue
así? ¿Quién es cada uno de los nombrados, y por qué la mente del hombre que
aparece en cada párrafo de esta historia poseía una mente perturbada si nunca
se habló de que este tuviese conflictos personales? Bueno, ¿qué sentido tiene
narrar una historia con tan poca riqueza literaria si todo tiene sentido y está
resuelto? Parecería como si de verdad estuviese tratando de escribir esto. ¿Voy
a decir que escribí un capítulo entero a base de hacer cualquier cosa? No, pero
si alguien lo dijera no estaría tan equivocado. Y entonces, ¿cómo podría
justificar ser un escritor mediocre si yo mismo estoy admitiendo serlo?
Tengo
excesivas dudas de si quiero que esto salga de verdad como parte de este texto.
Pero algo tiene que ser un desastre, porque hasta ahora vengo escribiendo pura
formalidad, ¿no?
Me
levanté del piso, con una mueca de felicidad en el rostro. Ella me pasó una
máscara y un arma, para que no supieran quien era. Salimos corriendo,
amenazando a punta de pistola a cualquiera que se cruzara en nuestro camino,
aunque en realidad no había nadie. Ya fuera del edificio, no había nada más que
hacer, estábamos rodeados de policías por todos lados. Ella me dijo que me
fuera, pero no quise; no tenía ganas. No sabía que eso le molestaba. No sabía
que estaba haciendo. No sabía que estaba acosando a alguien. No pensé que la
iba a hacer sentir mal. No tenía manera de pensar que ella iba a intentar hacer
las cosas que hizo; no parecía estar sufriendo. No imaginé que alguien podía
amar a una persona que al mismo tiempo le estaba haciendo daño. Luego del
intento de suicidio, me di cuenta, y me alteré. No quise volver a cruzarme con
ella, ya dudando yo mismo de si sabía que estaba haciendo o no. Por momentos
era una persona calmada y respetuosa; en otros, era un loco degenerado de
aquellos.
Pero
ella ya estaba obsesionada conmigo: no le importaba si yo era un machista
narcisista o si la respetaba. Y me la encontré en la calle, y la choqué, y ni
siquiera sé si lo hice sin querer o por gusto; por atacarla porque no me sacaba
de su mente, o porque no hacía exactamente lo que yo quería. Y luego cuando me
atacó, de milagro se confundió de persona, o hubiese muerto. Ya en el edificio,
supe que había dos opciones: o me mataba al instante, o no iba a poder hacerlo.
Y sucedió lo segundo. No pudo matarme, aunque debió haberlo hecho. En algún
punto, y por dos o tres minutos, volvimos al estado de felicidad que alguna vez
existió, apuntándole a todos los que se escondieron como yo lo hice hacía pocos
momentos, arrastrándola a ella conmigo. Ya en frente de los policías, nos
despedimos e hice lo prometido: le disparé en la cara y luego a cuanto policía
pudiera. Maté a tres, eso me dio suficiente como para la perpetua.
Y
me daba igual la cárcel, porque ya hacía tiempo que estaba muerto. Sentía
dolor, eso sí, pero no estaba entre los vivos. ¿Porque desde cuando sufrir es
una condición única de aquellos que viven, si algunos de ellos ni siquiera
pueden explicar qué es vivir? E incluso varios de ellos no viven, sino que solo
se mueven por ahí como los automóviles que crean y usan. Yo sí viví, y nunca
más voy a volver a hacerlo. Por eso es que la gente me tiene miedo: porque
represento el hecho de que uno no sabe nada, aun cuando cree saber todo.
Le
apuntó para que se bajara del auto. Salió de este, y a mitad de camino de ir
hacia el otro vehículo le disparo tres veces, con lo que cayó desplomado al
piso, desangrándose. Ella se subió al auto y se fue. Se levantó, con tres balas
en el pecho y pálido por la sangre que perdió. Se subió al auto chocado y se
perdió en la lejanía, como hizo desde siempre.
LOS MALES DE
NO SABER SUFRIR
Palabras. Palabras me faltan. Quizás porque me quedé sin excusas para
justificarme; o porque simplemente no tengo manera de saber si lo que hago o
pienso está bien. Pero bueno, hay que ser directos: ayer maté a alguien. Y no a
cualquier persona: maté a mi más preciada amistad en este mundo gris e
indecoroso. En ese momento creí que tenía algún motivo para hacerlo, que había
pasado algo que me diera a entender que debía matarlo, sin chistar. Pero ahora
todo se me hace más gris, y me resulta confuso. No quiero levantarme de la
cama, porque como todo ser humano muy en el fondo algo de culpa siento (bueno,
algo es poco) y no llego a pensar si debería o no terminar con mi propia vida.
Estos son los momentos en los que uno se pregunta si el tratamiento medicinal
de los estados de depresión es real o solo un invento de las compañías
farmacéuticas con el objetivo de obtener mucho dinero, porque, aunque es verdad
que me siento muy mal, no estoy pensando en una pastilla para solucionarlo.
Ningún remedio, internación en una clínica, o incluso tratarse con un psicólogo
me parece adecuado para intentar revertir eso. No tiene futuro, como muchos que
se someten a estas prácticas.
Más allá de un aspecto emocional, no puedo sino no pasar inmediatamente
a las consecuencias legales de todo esto. Prisión me parece malo pero posible
de sobrellevar. Perpetua suena algo aflictivo, pero asumo que me lo merezco. Lo
que no podría soportar es que todos aquellos que conozco, sumado a los que no
contemplo en mi vida, pero existen, se juntaran en un mar de rechazos, insultos
y desagrados en pos de mi brutal situación. Es entendible para los externos a
mi existencia, pero para mi familia y amigos sería como sentir una bala
rozarles el cráneo y quitarles permanentemente una oreja, o incluso la audición
de ese oído. Peor aún sería para mis padres, hartos ya de mi cadena de
decepciones. A veces quiero creer que en algo ellos se equivocaron, pero eso nunca
sucedió: siempre me cuidaron y trataron bien, pagaron para que tuviera un buen
estado físico, mental y académico y fueron buenos conmigo. Jamás pasé ningún
problema serio, y me ayudaron en todo lo que pudieron, sin necesariamente por
ello dejar de lado los límites y las responsabilidades de la vida como niño y
adolescente, y cierta cuota de disciplina. Creo que en eso fallaron: quisieron
crear a un adulto lo mejor posiblemente formado, y se olvidaron de que la
perfección no existe.
Al lado de mi cama, escondido bajo una de las tablas de madera del piso, se encuentran todos mis dibujos, los cuales dejo ahí para ver en los días que me siento bien y optimista, porque creo que son lo único que hice bien. Ahora ya ni eso me sale; perdí la calidad que tenía hace un año o dos, y las manos me suelen temblar de la ansiedad, cosa que dificulta mucho poder usar bien un lápiz, o también la tableta gráfica. Tengo que estar tres minutos para hacer una línea recta bien en ocasiones, ya sea en físico o en digital. Del otro lado de la habitación, bajo otra tabla, están mis ahorros. No son tantos, ya que fui gastando en muchas cosas poco útiles, como medicamentos y comida a domicilio. Hasta hace un par de meses, no se iba tanto dinero, pero desde que perdí mi trabajo son mi fuente de subsistencia. Gracias que además de ser buen dibujante fui buen administrador de mis ingresos; digo fue porque ya me quedan un tercio menos de lo que eran a base de comprar lo que sea que se me pase por la cabeza, pretendiendo que así me voy a sentir mejor. Luego de lo que sucedió ayer, creo que jamás me voy a sentir mejor, o bien de nuevo.
En fin, hablemos de él. Hablemos del difunto. Creo que nunca tuve a
nadie tan solidario conmigo. Cuando me sentía mal, me visitaba y me ponía
mejor. Si necesitaba algo y estaba en un estado deplorable, me acompañaba a lo
que fuese que tuviera que hacer. Era el hijo de un viejo amigo de mi padre,
aunque a este último jamás lo conocí. Yo me turnaba con él para hacer los
artículos en el trabajo; intercalábamos cosa de que siempre alguno lograra
tener al menos uno por semana. El que más tenía, le dejaba en los siguientes
siete días un par de espacios más para compensar por lo ocurrido la anterior
vez. Nunca nadie entendía porque hacíamos eso, pero a nosotros nos divertía.
Nos daba una mínima satisfacción de un empleo que nos contentaba porque daba
dinero, no mucho más. No ofrecía más que un escritorio, una zona común, un
grupo de personas para socializar llamados compañeros de trabajo y un par de
semanas de vacaciones anuales, además claro de escritos en un diario leído por
miles de personas que, sin embargo, te otorgaba reducida popularidad. En las
noticias en línea, es mucho peor, ya que la gente no le da importancia a quien
escribe, sino a qué escribe, pero no para analizarlo, sino para criticar
negativamente, o hablar de política o de sus problemas como ser humano inútil y
desesperanzado.
Esa gente me parece realmente imbécil. Sí, esa gente que se queja de aquello que le ocurre y que le otorga disconformidad a lo largo del día. Digo, ¿acaso te pregunté sobre tus problemas? ¿Te pensás, por ende, que en lo más mínimo me importan? Si querés hacer eso andá a un psicólogo, o rompé algo, o no sé, date la cabeza contra una pared de concreto, así nunca más decís nada. En eso él era diferente: jamás se quejaba conmigo, ni yo con él. Solo nos dedicábamos a ver como los demás se amigaban y enemistaban, por exponer sus delirios y problemas uno atrás del otro. Era como ver una guerra de incompetentes, que no saben agarrar un rifle ni porque se los carguen, les quiten el seguro, y solamente les pongan una mano como sostén y otra en el gatillo, y los ayuden a apuntar moviéndolos, y, de alguna forma, se dispararan en el pie. Nosotros simplemente nos veíamos al lado de aquellos seres imperfectos, conflictivos y escrupulosos, y nos preguntábamos como podían ser de esa forma constantemente, mientras nosotros entendíamos todo a la perfección. Y ahí es cuando cuadró todo: no existe la perfección, aunque mis padres quisieran replicarla. Y entonces él era perfecto, o fingía serlo. Y me estaba tendiendo una trampa, pretendiendo ser algo que no era. Tal vez era uno de ellos; un desquiciado, un loco de remate buscando llevarme, en un momento próximo, hacia la desidia de nuestros compañeros de trabajo. Y me atacó ese sentimiento de miedo, de terror: no tenía nada sin él, pero no era más que un desgraciado impostor, porque nadie es tan perfecto, tan claro como él parece ser. Y yo no soy igual a él, o tal vez sí. Pero no puedo ser un impostor, si soy yo. Yo me conozco, ¿o no lo hago? Probablemente eso es lo que quiere, llevarme a un estado de duda para que comience a divagar y terminar como el resto: siendo un mediocre punto en miles y miles de hojas de texto. Más que nunca deseaba hacer lo que fuese para no tener que quitarlo de mi vida. Pero no había otra opción.
Lo invité a venir a mi casa. Cenamos, hablamos por un par de horas, y
cuando menos se lo esperó, tomé una almohada y lo comencé a ahogar, peleando
contra una parte de mí que se seguía sintiendo mal. Luego de unos cuantos
segundos de lucha, se desvaneció en el sillón, ya sin moverse ni respirar. Lo
metí en un armario, cubierto por varias mantas, y me encerré en mi habitación.
Por primera vez en mucho tiempo, tome mis dibujos y los observé por un rato,
aunque no me sintiera nada bien. Los dejé sobre el suelo, y allí se quedaron
durante un largo rato. No podía dejar de pensar en lo que había hecho, así que
me intenté meter en la cama y simplemente, dormir un poco. Así, hace unas
cuantas horas probablemente que estoy, acostado, sin emitir palabra alguna.
Durante todo el tiempo estuve pensando en lo mismo una y otra vez, dudando al
respecto. Aunque quizás es verdad, y no existe la perfección. Y me quedé
mirando los dibujos.
DÉJÀ VU
Una misma mirada, un recorrido. Una iluminación tenue y un conjunto de
objetos que la rodean. Un árbol atrás de otro, para cortar el libre paso de un
sol débil, que ya se empieza a esconder por algún lado. Un alumbrado
artificial, que en cualquier momento se va a encender. Una silueta, y otra, y
otra más, que se disipan a la distancia. Historias que se suceden en el medio
de un espectro muy reducido, pero al mismo tiempo inmenso. Un carril, otro más,
y el cambio de sentido. Pasa un vehículo, y otro, y luego un colectivo. Hay
para elegir. Pasa un doce, después un veintinueve. Le siguen dos sesenta y
ochos, y un quince, antes de que corten los semáforos. Los taxis con techos
amarillos, y con pocos pasajeros, algo raro para la hora que es. Los rojos y
verdes de los semáforos, ordenando criterios.
Un jardín vacío, con las rejas que lo bloquean. Alguien espera por su
retorno, otros solo piensan en las partículas. Hojas que se cayeron de los
árboles; de otros, ninguna. Europeos que trajeron especies caducifolias ahora
perduran con su legado dendrológico dentro de la escena desolada del siglo XXI.
Quietud que antes se disfrutaba dentro de los confines del recinto verde ahora
se produce fuera de este, aunque con cada día que pasa esta se reduce un poco.
Las ramas caen al suelo, sin ningún niño pequeño o perro que las tome y
pretenda usarlas como parte de algún tipo de juego. La raya amarilla del cambio
de sentido y un carril, y otro, y uno más. Los desniveles de los cordones que
ya pocos usan para apoyar sus pies, esperando al transporte público. Las
criaturas tapadas hasta la zona de las ojeras en su cara, con pensamientos tan
intricados como variables en cuanto a su volatilidad. Se mueven de lado a lado,
como buscando algo que les recuerde lo que representaba un mundo que no les
daba mayores satisfacciones, pero que al menos les dejaba pensar, respirar,
reír, y llorar.
Una tapa de alcantarilla, la cual hace un ruido distinto al del
pavimento cuando los autos circulan sobre ella. Paradas de colectivos con
indicaciones adicionales, que suelen estar vacías, como si la indicación fuera
para personas invisibles. Edificios llenos de entes que conviven, dentro de un
mismo espacio, más grande o pequeño, y que cambiaron su estructura. Seres
solitarios, deprimidos, aburridos, con mal carácter y bajo estado físico. La
tierra les respondió demostrándoles que quizás estaba mejor sin ellos. Cordones
grises y amarillos, que ya parecen ser lo mismo, porque pocos mueven sus autos,
y por ende pocos los estacionan fuera de donde los guardan. Puertas que se
abren, otras que cierran; algunas quieren abrir, pero no tienen un tope que las
sostengan.
Días grises, días celestes, algunos ni siquiera ven a cuál le corresponde el que están viviendo ahora. La lluvia, el sol; no dan diferencia si los ojos no quieren ver más lo que no pueden hacer. Se esconde detrás, un camino oscuro, que mucha gente solo persigue y no se mantiene de pie. Soledad reprimida, pensamientos que no terminan siendo como se interpretaban y una espiral de desasosiego que lleva al desenlace final. Se le cae el paraguas, se sienta en el piso y se pone a llorar. Se busca un pañuelo y se seca los ojos, buscando pensar que el mundo sigue igual. Lo medita por minutos, y lógica no tiene. Se pone de pie y encuentra una idea en el charco que hay al costado. Se mete en su casa y se pone a mirar fotos antiguas, hasta que la mente se le despeja y se va a dormir. Al día siguiente se despierta y mira la foto que había quedado en la galería del celular.
- Parece como si fuera un domingo – piensa.
- A partir de hoy todos los días son domingo – le contesta una voz en su
cabeza.
Mira la hora; eran las diez de la mañana. Deja el celular sobre la mesa
de luz y se vuelve a dormir.
“CARGALE DOSCIENTOS, POR FAVOR”
No puedo escribir una sola página más; parezco patético. La entrega es
el lunes, y estoy a dos días y tan solo me faltan unas veinte páginas, entre
ellas un final que sea sorprendente. No uno que simplemente le dé una salida a
la historia; tiene que ser extraordinario. Son las tres de la tarde, y hace más
de veinte horas que no duermo intentando escribir esta basura. Bueno, no es una
basura, al menos no lo son las primeras cuarenta páginas que hice cuando estaba
inspirado. A partir de ahí la cosa va desmejorando, salvo por un tramo en la
mitad de unas diez hojas, que creo que es lo mejor que tengo para ofrecer.
Encima quedé la semana pasada en que me iba a juntar con un amigo a las cuatro.
Claro, hace un par de semanas que estoy con la misma cantidad de trabajo para
hacer, pero no se me ocurrió nada en todo este tiempo. Estoy jodido.
Me puse la campera e iba a salir para la calle cuando me di cuenta de
que no tenía la sube encima. Entonces me puse a buscarla, por todos lados, sin
poder encontrarla durante, al menos, diez minutos. - Esa tarjeta de mierda, la
vivo perdiendo; ya es la cuarta en tres meses que saco – me dije a mí mismo. No
estaba por ningún lado, y era un dolor de cabeza que cada vez que tenía que
subirme a un colectivo me sucedía lo mismo. Tenía que pasar por la misma rutina
estúpida una y otra vez de mover todo de lugar en mi casa, cosa de que quizás
la tarjeta apareciera por arte de magia. Solo una vez pasó, cuando moví el
sillón y la sube estaba debajo. Fue bastante raro, teniendo en cuenta que la
dejo siempre dentro de la billetera. Pero como dije antes, se me extravía a
cada rato.
Ya eran y media y seguía sin encontrar el condenado rectángulo ese, que
pasás por el sensor. Ya harto de la idea, salí por la puerta de calle y me fui
hasta el kiosco de la esquina a comprar otra, y cargarla. Ya fuera del recinto,
seguí caminando por Segurola hasta Lascano, para tomarme el 135. En la parada,
vacía y con un dejo respecto del vandalismo que poseía, me encontré una tarjeta
igualita a la que había comprado recién, sentada como si fuera una persona
esperando al colectivo, como riéndose de mí. Luego de cierto brote interno de
rabia, me senté junto a ella y la agarré, para ver su estado; no parecía muy
antigua, y fijándose detrás tenía escrita una dirección, por la cual pasaba el
bondi. Segundos más tarde este llegó, y, extrañado por lo sucedido, le indiqué
al chofer que me dirigía hasta el lugar que decía en la tarjeta, y no la parada
cercana a la casa de mi amigo.
Tampoco me bajé en donde debía, y seguí, hasta donde yo mismo había especificado que iba minutos antes. Me bajé del colectivo en Moreno y Asamblea, a cuadras del Parque Chacabuco. La dirección hacía referencia a una esquina dentro del barrio Emilio Mitre, calle por la cual me metí luego de pasar por casi todo el centro comercial de Chacabuco. Ya entre la zona de pasajes y el parque, ingresé en una de las calles que se metía transversalmente por el lugar, para llegar a donde estipulaba la tarjeta. Casas renovadas y antiguas formaban un contraste que denotaba un antes y un después en la conformación de la zona. Originalmente un barrio obrero, ahora podría clasificarse como de clase media; incluso un poco más en algunos casos.
Llegué a la esquina a la que súbitamente decidí dirigirme, y, con cierta
expectativa, me dispuse a contemplar cada mínimo detalle posible. La cuadra no
era nada del otro mundo, y esa última frase que había formulado mi mente se me
quedó en ella, retumbando por unos cuantos segundos. Luego de ocurrido esto, se
me apareció en el lugar algo inexplicable, extraño; el paisaje era el mismo,
pero, por cierto, motivo que desconozco, a la vez se veía diferente. Pasados ya
diez, quizás quince minutos, salí de ahí y me encaminé a la avenida, para tomarme
el mismo colectivo y retornar a mi casa. Le expliqué a mi amigo que tenía un
inconveniente y que si podíamos dejar el encuentro para mañana. No le gustó el
aviso sobre la hora, pero aceptó. Ya en mi escritorio, dentro de mi hogar, me
hice un café y comencé a escribir a un ritmo desenfrenado, el final que
necesitaba. Un final complicadamente sencillo.
Se alejan, corren y no quieren volver. Me
persiguen y no piensan en nada más. No les importa si me estoy moviendo o no;
solo quieren verme, sea que estén cerca mío o desde una ventana, desde el piso
más alto de una torre en un día con niebla. A veces no los veo, simplemente los
escucho. Esas voces en mi cabeza; es como si me dejaran sordo por unos segundos
para luego volver, solo para hacerme sufrir una y otra vez. No me dejan pensar,
y a veces ni siquiera moverme. No me dan respiro, y a veces siento como si la
única solución fuera subir a esa torre, en un día neblinoso, y simplemente
dejarme caer. Dejarme caer hacia un lugar mejor, donde nadie me grite, susurre
o me deslice sus calamidades a través de mis oídos como una marea inmensamente
alta. No entiendo cómo puede alguien soportar un sonido tan angustiante, tan
desaforado que te hace preguntarte si vale la pena seguir viviendo. Perdí mi
lugar en un mundo en el que ni siquiera entiendo lo que es un lugar; en el que
todo puede pensarse diferente y nunca uno puede estar seguro de lo que piensa o
dice. Un mundo que muta más rápido que un ser humano cubierto de material
radioactivo. Que no te deja imaginar algo por tres segundos porque aquello que
pretendías elevar a tu mente ya cambió, ya no existe más o no simplemente no
tiene sentido. Siento que me cortaron una pierna y se la pusieron a otro,
porque él no tenía ninguna. Y así yo con una pierna estaba lo suficientemente
insano como para pensar de forma transgresora hacia mí mismo, pero no lo
suficientemente loco como para actuar en consecuencia, ¿porque quién querría
atentar, en condiciones elementalmente humanas, contra uno mismo? Me tiraron al
agua como el soldadito de plomo, pero no me dieron el barco de papel. ¿Qué
sentido tiene así, la vida como la conocemos? Una vida en la que nada es
seguro, en la que todo puede ser un día de una manera y al siguiente de otra;
una vida de pura dialéctica. ¿Por qué está bien sentirse insignificante siempre
y cuando mantengas tu vida dentro de los estándares que impone la sociedad?
¿Qué es la sociedad? ¿Podría ser una persona? ¿Tendrá mente propia? ¿Tendrá
sentimientos? ¿O es solamente un conjunto de personas que establece un montón
de reglas e ideas que llevan a algo moderadamente bueno?
Siento que se me cae un edificio encima. No porque me haya pasado algo malo, sino porque veo a todos esos edificios con gente, trabajando, siendo útiles para el sistema. Y no está serlo, pero a quien le importa ya la vida. Quien sale con alguien y no disfruta de salir, sino que se pone nervioso por lo que implica eso y a la vez tiene que tener en su mente todas las convenciones sociales de, tan solo existir. Porque existir ya no se trata solo de respirar, de alimentarse y un par de cosas más. Ahora existir se trata de seguir un montón de pasos puestos por quién sabe quién y de no fallar en ellos (al menos no consistentemente) porque si no las cosas se pueden complicar para aquel que lo haga. Los seres humanos somos todos distintos, pero a la vez en algunas cosas somos iguales. Y todos seguimos estas “reglas” que se formaron con el paso del tiempo, y que ahora siguen en construcción y deconstrucción. Continuamos desarrollando esta simulación de aquello que se nos presenta como normal, y que de ninguna forma vamos a modificar. Vemos lecciones en el colegio, en la universidad; incluso por nosotros mismos de que esta y muchas otras cosas ocurren y tal vez no deberían, y luego de una hora o dos la mayoría se olvida de las cosas que les hizo pensar todo eso y vuelven a lo que eran antes. Y ahí estamos (porque no me salgo de esta situación, también soy parte de ella) en un punto en que hay que hacer un montón de cosas (porque hay que hacerlas y ya está, o para progresar en la vida dirían la mayoría) y de ahí es un camino con opciones (muchas más de las que había antes, pero igual no son suficientes) que termina siempre de la misma manera (y esto es lo único que es inmodificable por naturaleza): la muerte.
Me siento cansado, como si no hubiese dormido
en días. Me pesan las piernas y empiezo a marearme más a cada paso que doy. No
tengo intenciones de moverme, pero es como si ya no controlase mis pies, ni mis
manos. Ni siquiera mis sentidos, que escuchan y no ignoran y que no dejan de
ver hacia todos lados como si fuese una espiral. Lo único que puedo hacer es
controlar lo que digo mientras el resto de sí avanza hacia un lugar
desconocido, que no solo desconozco, sino que me aterra. Me da terror, y me
hace sentir como si estuviese por sufrir una taquicardia. Los edificios se
mueven a mi alrededor y van cambiando de estatura, de locación, y hasta de
cantidad de personas que los constituyen. Las personas en las calles se mueven,
sin pensar en los demás que transitan por al lado suyo ni en que tienen una
vida que se compone, además de existir, de vivir. Porque no es lo mismo existir
que vivir, pero a la gente no le alcanza el tiempo al parecer para diferenciar
ambas ideas. Todo se mueve de manera indiferente e intransigente, y nada, ni
siquiera que lo desee puede modificarlo. Solamente puedo pretender que este
movimiento no es absolutamente malo, y que de alguna manera mi cuerpo en algún
punto se va a detener y voy a poder salir de este callejón sin salida. Y si
esto no pasa, voy a tener que acostumbrarme a vivir sin poder moverme a
voluntad, y en algún punto supongo que me dejará de desagradar. O podría, como
dije antes, saltar de la torre. Se agilizan y se simplifican; se mueven cuando
no me entero de que se están moviendo. No les puedo seguir el rastro porque ni
siquiera dejan uno. Me quedo pensando, sentando en una silla, si me van a dejar
de atormentar de una vez por todas. Me subo a la silla, agarro una soga y la
ato a una viga del techo. Hago un nudo con un hueco medianamente grande y miro
hacia arriba. Podría pensarlo de nuevo. En ese momento paso mi cabeza por el
hueco y empiezo a escuchar de nuevo todas esas voces, cada vez más distantes.
Mi cuerpo empieza a soltarse y a dejar de moverse; mis oídos dejan cada vez más
de sufrir a costa de esos gritos y llantos, hasta que en un momento todo se
detiene. Puedo manejar todo mi ser a voluntad por fin. Y medio segundo después
de ese sentimiento agradable, se fue la luz. Se cayó el telón y no vi nada más.
En algún momento que desconozco aparecí en un lugar desconocido, en un momento desconocido. Estaba tirado en una calle, vestido como la última vez que recuerdo y sin poder oír nada ni a nadie. Empecé a caminar por las calles para ver si alguien me podía ayudar, pero las personas no notaban mi presencia, ni mis pedidos de explicaciones. Estaban todos con la misma cara: sin sonreír, pero tampoco tristes. Indiferentes, podría decirse. Seguí caminando hasta que en algún punto me cansé de caminar. Pero no físicamente, de hecho, camine por kilómetros y el cansancio físico jamás apareció. Era como si pudiese soportar lo que sea y nada me afectaría, pero tampoco nadie afectaría en mi vida porque era invisible. Me senté en el cordón de la calle y me miré en el reflejo del agua: no había nada. En ese momento levanté la cabeza y me pregunté qué había pasado. Me pregunté si la vida tiene alguna salida de su tristeza o si yo habré tomado alguna que no fuese buena. Y ese es el problema: que siempre depende de qué uno considere como tales cosas. Mi vida ya no tenía sentido, y no tenía ganas de vivirla. Pero no estoy seguro de ya haberla o no vivido, porque siento como si me la hubiese quitado yo mismo.
Y así me levanté y seguí caminando, hasta que
me olvidé lo que era caminar y mi cuerpo, como ocurrió al principio, dejó de
moverse a mi voluntad, porque no tenía otra cosa que hacer. Y, como acto
infinito de mi ser, me perdí para siempre.
NO QUIERO QUE ME COMPAREN CON UN MONTÓN DE BUENOS ESCRITORES CUANDO SOY SOLO UN BOLUDO HABLANDO DE BOLUDECES
Supongo
que esta es la parte donde se me va la confianza por el inodoro y empiezo a
tirar títulos como este. No tengo absolutamente nada que decir al respecto: no
soy un buen escritor. Bueno, mentira. Sí soy un buen escritor, pero prefiero no
decirlo a expensas de que el resto lo “certifique”. No puedo hablar de ser
bueno si los demás no lo consideran así, porque solo es mi opinión, y puedo
equivocarme. Pero al mismo tiempo, le estoy pidiendo a un montón de personas
que me cuenten su opinión, y a un grupo de otras personas que se sostienen en
base a un sistema de reglas para decidir qué es y no meritorio, el cual se
compuso de lo que creían correcto otros humanos anteriores en el tiempo. Un
poco difícil la línea que estoy armando, ¿no?
¿O
sea que en vez de pensar que lo que hago es bueno porque así lo creo yo, lo
dejo a merced del resto del planeta? ¿Estoy influenciándome por los demás, y
dejando de lado mi propia autoconfianza si alguien dice “no es muy bueno, no
sigue los criterios que es buen cuento debería desarrollar”? ¿Y cómo es
entonces que tomo lo que diga otro antes que lo que digo yo? Lo único que hace
falta decir es que la vida no es un trabajo en solitario: por algo existen las
sociedades, aparte de para ser un escollo de porquería y sorprendentes
desventuras. ¿Entonces hay que dejarse ser influenciado? Sí y no. Quizás habría
que ver dónde está la confianza de uno para lograr la de los demás, como un
estilo de camino por medios persuasivos. Un poco, también. A nada se llega sin
convicción alguna. Sino preguntale a San Martín si liberó a tres territorios de
los españoles porque la gente le decía que debía hacerlo para ser un mártir.
Más allá de eso, no es ilógico pensar que tanto como la alusión propia, se
requiere de la ajena. Aun cuando el ser más egocéntrico del mundo piense que
está rodeado de idiotas sin cerebro alguno, estos le brindan un soporte
invisible a los ojos con el que este no puede aspirar más que al fracaso
rotundo si no es consciente de su necesidad, y la de brindárselo en conjunto a
otros.
Cualquiera que alguna vez haya hecho algo tuvo, de alguna forma sea cual sea, un preconcepto de otro u otra cosa que lo llevó hasta lo que hizo. Las cosas no aparecen por arte de magia; si por arte de la persuasión. Y si lo hacen por otra cosa, no se llama magia; se llama genio. Creo que eso es lo que significa ser un genio: tener el poder de sorprender a los demás por medio de algo que para el resto parece imposible, o inexplicable. Claro que así existirían distintos tipos de genios: no todos serían intelectuales o de gran capacidad mental o física, como se le conoce habitualmente al término. Claro que podríamos ponernos a discutir sobre el significado, las variaciones que conlleva, los distintos tipos de inteligencia y demás, pero para ser franco no me interesa. Aquel que es un genio posee otra cualidad: muy en el fondo sabe que lo es, no por egocentrismo, sino porque se sorprendió a sí mismo primero.
Volviendo
a lo que decía anteriormente, soy un buen escritor. No voy a ponerme a decir
pavadas como las anteriores, porque esas son cosas que se dicen habitualmente.
Uno no necesariamente dice lo que piensa, porque ciertos pensamientos valen
mucho más de lo que algunos creerían, y no son para contarle a cualquiera. Por
eso muchos escritores esconden sus más valiosos secretos bajo el velo de sus
historias: no para que nunca nadie los descubra, sino para darles aún más
sentido, y aún más valor, tanto sentimental como empático. Borges nunca fue una
persona extrovertida; fue tímido, reacio a ciertas situaciones, y siempre
estuvo a la sombra de su amigo Bioy Casares en aquellas que ocurrían en la vida
real. Pero en la literatura Casares se vio disminuido por la gigantesca figura
que Borges tenía en el tablero. Cada uno tiene un lugar en el que brilla.
Quizás algunos lo hagan más que otros, pero no necesariamente significa que no
haya reconocimiento para cada uno, sea mayor o menor al de los demás.
SI
estuviera en los años cincuenta tendría un arsenal de libros, quizás cartas a
montones y millones de posibles oportunidades de dar y recibir correspondencia
de personas que conocía, conozco o conoceré en mi vida. Pasaría momentos
cúlmine en la historia argentina, los cuales estudié en el colegio. En vez de
eso, no tengo cartas, ni correspondencia por enviar o recibir, ni libros.
Bueno, algunos sí. Tengo una computadora para hacer todo tipo de cosas, entre
ellas buscar cualquier información posiblemente tergiversada que quiera y
escribir, por supuesto. Ah, y escuchar música. También tengo un celular que
hace cosas similares, un televisor porque todavía se usan; una cama, un piano,
una batería que hace casi dos años que no toco y un montón de escusas y
pensamientos ordinarios sobre la vida. Creo que eso último es lo único que
compartimos con las generaciones previas: los mismos miedos, las mismas
destemplanzas, solo que diferentes. En vez de enviar cartas, enviamos un
mensaje por WhatsApp, o un mail. En vez de comprar el diario, leemos noticias
por internet. En vez de nacer con la crisis del veintinueve, el surgimiento del
peronismo, alguno de los muchos golpes militares ocurridos o incluso la vuelta
a la democracia, nacimos con la peor crisis económica de nuestra historia como
país. Tenemos una visión sarcásticamente negativa de las cosas, como aquellos
que nos precedieron, pero distinta al mismo tiempo.
No nos juntamos en los cafés históricos de las avenidas de la ciudad, ni nos juntamos en las casas de amigos a leer o contar historias. En lugar de eso vemos películas, hablamos de temas impensados hace treinta o cuarenta años, y nos quitamos el traje de pudor de los hombros; aunque alguna que otra fibra todavía está pegada al resto de la ropa. No somos exactamente iguales a los otros, e incluso los pocos veteranos que quedan tienen una mezcla extraña de culturas, donde prevalece aun la antigua. Ya no se escribe por el placer de hacerlo; se hace porque hay algún pretexto detrás, relacionado con el interés personal. Cualquiera escribe, y ni siquiera de algo en particular: solo ponen palabras en hojas, y eso vende más que los libros de autores inspirados y con criterio. Porque ya no importa cuál sea el contenido, solo importa que lo haya, en grandes cantidades. Esa tal vez sea la mayor diferencia entre lo anterior y lo actual. ¿Eso acaso está mal? Sí y no. Tal vez habría que observar cómo se aplica en la sociedad, y ahí determinarlo. Pero ya dijimos que todo se basa en lo que los otros opinen, que en parte forma lo que vos opinás de tu propia labor. A eso tenemos que sumarle la actualidad: la sociedad está mucho más unida que antes; está masificada, por lo tanto, se acumula la generalización (un contenido general). No es como antes, que todo se encontraba más dividido y profundizado para cada sector. Ahora todo es para todos, pero lo que se dice y piensa es más acotado. Antes quizás uno podía pensar mientras caminaba por su cerebelo buscando inspiración. Ahora, hay un múltiplo inmensurable de voces concentradas en esa zona dirigiendo diferentes ondas sónicas destinadas a hablar, de lo que sea, sin criterio alguno. Solo hablar.
Como
dije antes, ¿quién va a querer escuchar a una voz hablar de algo específico, o
perderse en cuatrocientas páginas de lectura cuando puede leer un resumen, o hacer
algo más relativo a la catarata de datos recibidos? Lo escrito por autores de
tiempos anteriores (y los pocos que brillaron en el presente o cercano pasado,
que tienen contenidos muy relacionados con el presente, y que en un ochenta por
ciento son popurrí de las tendencias de ese exceso de información sin contexto)
se sigue leyendo, porque su canonización le da el prestigio para ser
considerado. Lo nuevo y que está para ser descubierto, perece ante tanto
descontrol y facilidades combinadas que un libro no brinda, por lo que salvo
unos pocos lectores de culto no reciben mucha atención, y con el detrimento
también la cantidad de escritores que demuestran posibilidades de llegar a
impresionantes conclusiones de su trabajo. La sociedad se pierde más en un laberinto
del cual piensan jamás van a poder salir, y la literatura no los sacaría, pero
al menos les daría indicios de cómo salir de él. En vez de eso, de alzan aún
más en la superficialidad que la vida les brinda, como comida a un perro que no
entiende que entre ella hay una pastilla para sedarlo.
Eso probablemente sea algo hipócrita de mi parte, teniendo en cuenta que casi no leo libros. Sin embargo, hay otros caminos que la gente no toma que me permiten hablar desde esta posición. Nunca fui una persona extrovertida, al menos no en voluntad propia. Siempre era aquel que se quedaba mirando como sus amigos (o no amigos) jugaban en el patio de la escuela, hablaban en el patio del colegio y compartían charlas algo más elaboradas en los pasillos de la facultad. También en las salidas con amigos siempre en algún punto me alejaba de ellos y veía y escuchaba lo que hacían, como se divertían; hablaban de cosas más profundas y desarrollaban amistades, o más que eso. No significa que no haya compartido esos momentos nunca, lo he hecho. Sin embargo, muchas veces prefería hacerme a un lado: contemplar los elementos que componían las acciones que protagonizaban dos o más personas, para así entender de donde salen ciertas cuestiones. Para salir de la superficialidad emocional de la vida actual tan remota y entrar en un freno en el tiempo tan veloz en el que todo se evidencia, y en el que nada se comprende si no se aprende a comprender. Y eso hice: aprendí a entender por qué la gente hace lo que hace, por qué se comporta como tal, y entenderme a mí mismo en base a eso. Como, nuevamente, influenciarme a mí mismo en base a lo que los demás ejecuten, pero desde mi punto de vista de los hechos ocurridos. Al mismo tiempo, otras personas aprenden esto de diferentes métodos. El más directo y uno de los más accesibles para luego sumergirse de lleno es la lectura, la cual está siendo atacada por la inmediatez y el desinterés colectivo. Antes un libro era la forma de saber algo, de descubrir. Ahora, es como aprender sobre el pasado. Y a nadie le gusta el pasado, porque no se parece en nada al presente.
¿Soy
un buen escritor? Yo pienso que sí, pero no cuento aun con el aval de un
público general que me desguace, me destroce, y después de leer a un montón de
idiotas que crea peores que yo me vanaglorien. O peor, que me adoren desde el
principio y me sobrevaloren. La gente ya no vive para escribir, ni para leer.
Ahora viven para ojear, porque no tienen tiempo para más. Mientras siga
escribiendo y tenga la mínima coherencia, voy a ser un gran escritor. Si soy
inconsistente, voy a ser un imbécil. Quizás Juan Rulfo querría meterse en esa
discusión. Si quieren vayan a buscarlo a su tumba, como a Borges y a Bioy
Casares. ¿Entonces ser un genio, que para este texto significa sorprender al
colectivo del universo (o parte de este) con algo imposible o inexplicable
hasta ese momento, implica haber nacido en el siglo pasado o antes? No, ser un
genio ahora implica sorprender al mundo demostrándole que puede cambiar, pero
no quiere. El coronel no decidió quedarse con el gallo porque le cayó bien. Lo
hizo porque en él encontró algo que le daba sentido a su vida; algo que le
hacía estar orgulloso, y perderlo era peor que no comer. Los escritores de
antes comían mierda si era necesario, con tal de tener a su gallo. Ahora, el
gallo ya lleva décadas muerto, esperando a que alguien o algo lo resucite, y le
de unos granos porque se muere de hambre.
Entonces,
¿soy un buen escritor? El tiempo me lo dirá. Y si tengo que comer mierda en el
proceso, lo haré, sin dudarlo. Porque es peor no saber cómo sentirse que
sentirse como se puede, y sufrir por ello.
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