Versiones cuento/microcuento - Relatos propios #4, #5 y #6

Versión 1: (Tragedia)

El libro no logrará hacerme creer que debo empezar por simples palabras; ¿cómo puedo acaso creer que nadie jamás encontrará la manera de no sentirse un completo estúpido por no saber leer? No es mi culpa no saber hacerlo, yo simplemente nací así: sin educación. Todas las generaciones de mi familia son y fueron analfabetas. Incluso cuando yo tengo destreza para con las palabras, no puedo hacer uso escrito de ellas. Cuando era pequeño y me encontraron los monjes, me leían cuentos con palabras que jamás había imaginado, y aprendí a usar. Ahora, ya de adulto, sigo teniendo ese dote, más no el de leer ni el de escribir. Luego encontré a mi familia original, y me ajusté a su forma miserable de vida, pero jamás perdí las palabras. Luego de tanto, por fin logré volverme lo que soñé, y conseguir una vida confortable. A mi esposa y mis hijos, les dejo todo aquello que logré en mi vida, entre ello mi pequeña fortuna. Al más pequeño, el cual comparte mi afición por lo escrito y leído, le doy mi libro de lecturas de cuando me enseñaban los monjes, para que aprenda y quizás un día, se vuelva mejor que yo en lo que amé.

Ese era el testamento del hombre que, hace no mucho, falleció en el medio de la plaza central de Cádiz con una daga en el medio del estómago. Nadie esta muy seguro de cómo ocurrió, y mucho menos entienden por qué alguien podría haberlo hecho. Cuando se despertó el señor, comió su desayuno y dicen que salió a dar uno de sus paseos de siempre por las calurosas calles de la ciudad. Entre ese momento y hace aproximadamente una hora, el hombre fue herido y falleció. Más de quince personas que se encontraban en el lugar habían sido capturadas con la excusa de ser sospechosos. Luego de revisar la casa del escritor, los investigadores encontraron un diario vacío (a diferencia de todos los otros) el cual contenía una sola hoja escrita, y era la última del libro.

“Que es peor, al haber alcanzado todos los logros en tu vida, que no tener nada más que hacer y seguir viviendo”.

 

Versión 2: (Policial)

Era otra fría mañana de mil setecientos cuarenta y cinco, y lo único que se escuchaba en el centro del pueblo era el aire desplazarse, como si estuviera furioso por algún motivo desconocido. El agua parecía que con unos grados más se congelaría, y el fuego era excesivamente complicado de sostener debido a la ventana rota que traía la brisa intensa dentro de la casa. De un momento a otro, escuché un sonido extraño; fuerte, como si alguien o algo hubiera sido golpeado. Me asomé a la ventana: había un cuerpo sin vida en el medio del adoquín, con una daga clavada en el estómago. Jamás una posibilidad como esta se había presentado frente a mi entrada. Me dirigí al edificio de policía a avisar que fueran hasta donde se encontraba el cuerpo, y exigí poder tener algo de tiempo en la escena del crimen. La situación era confusa: dentro de las prendas del muerto había una nota, la cual decía “¿para qué seguir viviendo?”. En un primer punto, pensaba que la persona podía sufrir de algún cuadro mental que le generara la intención de acabar con su vida. Pero me resultaba raro que no hubiese ninguna pista, ni siquiera la más mínima huella de que alguien más estuvo ahí. Luego de investigar durante gran parte del día, lo dejé para continuar al día siguiente.

Al día siguiente, me despertaron con la noticia de que otra persona había aparecido muerta, exactamente de la misma forma que la primera. Fui a revisar la escena del crimen, y lo que encontré fue tan triste como lo que había en la anterior situación: nadie podía ser, hasta el momento, un posible sospechoso de asesinato más que el mismo asesinado. Otra nota, con palabras similares, había sido encontrada dentro de los bolsillos del aquel difunto. ¿Acaso existía forma, de que alguien muriera por sus propios medios, pero que fuera demasiado sospechoso que ocurriese de esa forma? Me dirigí a la biblioteca de la ciudad, para investigar algún crimen que tuviese un antecedente similar, o alguna historia en la cual existiera este patrón.

A los ojos de todos los demás que estaban investigando estas muertes, se trataba de claros suicidios. Pero para mí, iba más allá. Encontré, en un rincón de la biblioteca, un texto que hablaba de un escritor que se había matado exactamente de la forma en la que ocurrieron las dos muertes actuales. Luego había un escrito de él que hallé medio escondido; como si alguien quisiera que no lo encontrara, quien sea que lo buscase. El libro estaba vacío; no parecía tener nada escrito. Debido a cierta curiosidad (y escepticismo de que de alguna forma sí estuviese escrito, pero no a simple vista) tomé el libro y lo escondí para llevarlo a mi casa.

Al llegar, agarré lo tomé y lo abrí: era muy antiguo, quizás de unos cien años o más. Las hojas estaban amarillentas más allá de no contener tinta en ninguna de ellas. Al terminar de investigar el objeto, encontré una suerte de hoja escrita sobre el final. Parecía que la había salteado durante todo ese tiempo. Centré mi atención en esa última hoja, y en ella estaba escrita una frase, la cual me descolocó completamente.

El inspector Zurribetea murió veinte años después de la ola de suicidios ocurridos durante el cuarenta y cinco, los cuales fueron más de ciento veinte. Él contó, aunque en otro tiempo, como el ciento veintiuno. Se pasó todo el resto de su vida intentando descubrir aquello que todos creímos siempre que eran simples suicidios. Pero no logro encontrar nada. En vez de eso, se fue a Cádiz, del otro lado de España, y comenzó a ejercer de escritor. Un día, y de la nada, apareció muerto en la plaza de la ciudad. Sobre una mesa en su casa, había, medio roto, un libro de lecturas literarias para niños.

 

 

Versión 3: (Histórico)

Nunca pensó que la guerra iba a llegar tan rápido, menos aún cuando lo que ningún país quería era entrar en ella. Hacía ya cinco años que Manuel estaba viviendo en Londres, y cuando el conflicto estalló en el catorce, solo deseaba que terminara para que lo dejaran irse del país, y que por ende no lo llevara su ya casi formada convicción por hacer algo importante a intentar alistarse para el ejército, no siendo siquiera nativo, ni pudiendo antes despedirse de su familia. Luego de un par de cartas enviadas, lamentablemente no hubo mucha duda y Manuel se encaminó hacia territorio francés como uno de los pocos españoles que combatió en la primera guerra mundial fingiendo ser algo que no era: un inglés encomendado con su causa.

Luego de meses de entrenamiento, le fue asignado su batallón, y su lugar dentro del frente de combate. Pasó, durante dos años, tiempos muy difíciles, hasta que fue herido y retirado de la pelea, para ser tratado durante algunos meses y luego volver a combatir. Sobre el final de la guerra le fue posible el retorno a las islas, y con ello la vuelta a su país natal. Manuel consiguió volver a España a fines del año dieciocho, y se reencontró con su familia. Al menos, con la que quedaba: su padre había fallecido. Sabía él, cuando se lo comunicaron, que había llegado demasiado tarde.

No se atrevió a ir a verlo al cementerio hasta pasado el invierno, en un día aún fresco de abril. Se llevó algunas flores que había en el jardín de la casa de sus padres y una carta que el difunto le había dejado antes de partir a Londres. No la había leído nunca, y por alguna razón pensaba que no se había perdido de mucho. Su padre nunca fue muy demostrativo, y era además bastante bruto para escribir y leer. No tenía mayores expectativas.

Se acercó a la lápida y leyó la inscripción. Luego, dejó las flores sobre la tierra y se dispuso a abrir la carta. La misma decía un montón de insignificancias, hasta el último párrafo:

“Sé que no fui muy buena figura para vos. Nunca quise tener hijos, o al menos no si no estaba seguro de quererlos. En parte tal vez por eso no demostré afecto a lo largo de los años, pero no significa que a mi manera no te quisiera. En fin, lo único que puedo darte (como un consejo, no más que eso) es una idea, un concepto que estuvo en mi mente y en la de familiares, amigos e incluso de cierta parte de la realeza por siglos. No puedo describirte en sí en que consiste, pero creo que en cuanto veas el objeto que dejé para vos supongo que lo entenderás. A veces la felicidad no es exactamente lo que parece”.

A Manuel todo esto le resulto confuso, incluso poco creíble. Luego de pasar unos minutos deliberando inútilmente, un hombre de apariencia extraña se acercó a la tumba de su padre. – ¿Así que vos sos el hijo de don Pedro? Bueno, esto te pertenece – le dijo, acercándole una manta con un par de objetos dentro. Acto seguido se despidió, dejándolo solo a joven. Este abrió la manta y encontró en ella un libro muy antiguo y una daga. Abrió el libro y encontró en él la frase “Algún día aprenderás a leer y escribir, y serás feliz. Hasta ese entonces, tal vez prefieras pensar que los ignorantes tienen menos de que preocuparse. Porque nunca en tu vida lograrás escuchar una voz que no sea, únicamente y en monotonía absoluta, la tuya. Y si eso sucede, quizás prefieras usar la daga”.

Manuel Errebextia se suicidó apenas comenzado el cincuenta y cuatro. Lejos de estar tranquilo, había sido perseguido por manifestarse en contra del franquismo por años. No era rico, ni tenía familia a la que pudiera ver. Pero había logrado lo único importante: estar seguro de quién era. Lo único que se encontró en el lugar donde encontraron el cuerpo fue una daga, y un libro de supuestas lecturas infantiles, ya tan antiguo que algunas páginas eran ilegibles. En una de ellas, se describía a un hombre intentando aprender a escribir y leer dentro de un monasterio, con tal optimismo que ni los propios monjes ya lo soportaban. El cuento tenía como título “Una pluma es más mortal que una daga”.


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