"Cargale doscientos, por favor" - Relato propio #9

No puedo escribir una sola página más; parezco patético. La entrega es el lunes, y estoy a dos días y tan solo me faltan unas veinte páginas, entre ellas un final que sea sorprendente. No uno que simplemente le de una salida a la historia; tiene que ser extraordinario. Son las tres de la tarde, y hace más de veinte horas que no duermo intentando escribir esta basura. Bueno, no es una basura, al menos no lo son las primeras cuarenta páginas que hice cuando estaba inspirado. A partir de ahí la cosa va desmejorando, salvo por un tramo en la mitad de unas diez hojas, que creo que es lo mejor que tengo para ofrecer. Encima quedé la semana pasada en que me iba a juntar con un amigo a las cuatro. Claro, hace un par de semanas que estoy con la misma cantidad de trabajo para hacer, pero no se me ocurrió nada en todo este tiempo. Estoy jodido.

Me puse la campera e iba a salir para la calle cuando me di cuenta de que no tenía la sube encima. Entonces me puse a buscarla, por todos lados, sin poder encontrarla durante, al menos, diez minutos. - Esa tarjeta de mierda, la vivo perdiendo; ya es la cuarta en tres meses que saco – me dije a mí mismo. No estaba por ningún lado, y era un dolor de cabeza que cada vez que tenía que subirme a un colectivo me sucedía lo mismo. Tenía que pasar por la misma rutina estúpida una y otra vez de mover todo de lugar en mi casa, cosa de que quizás la tarjeta apareciera por arte de magia. Solo una vez pasó, cuando moví el sillón y la sube estaba debajo. Fue bastante raro, teniendo en cuenta que la dejo siempre dentro de la billetera. Pero como dije antes, se me extravía a cada rato.

Ya eran y media y seguía sin encontrar el condenado rectángulo ese, que pasás por el sensor. Ya harto de la idea, salí por la puerta de calle y me fui hasta el kiosco de la esquina a comprar otra, y cargarla. Ya fuera del recinto, seguí caminando por Segurola hasta Lascano, para tomarme el 135. En la parada, vacía y con un dejo respecto del vandalismo que poseía, me encontré una tarjeta igualita a la que había comprado recién, sentada como si fuera una persona esperando al colectivo, como riéndose de mí. Luego de cierto brote interno de rabia, me senté junto a ella y la agarré, para ver su estado; no parecía muy antigua, y fijándose detrás tenía escrita una dirección, por la cual pasaba el bondi. Segundos más tarde este llegó, y, extrañado por lo sucedido, le indiqué al chofer que me dirigía hasta el lugar que decía en la tarjeta, y no la parada cercana a la casa de mi amigo.

Tampoco me bajé en donde debía, y seguí, hasta donde yo mismo había especificado que iba minutos antes. Me bajé del colectivo en Moreno y Asamblea, a cuadras del Parque Chacabuco. La dirección hacía referencia a una esquina dentro del barrio Emilio Mitre, calle por la cual me metí luego de pasar por casi todo el centro comercial de Chacabuco. Ya entre la zona de pasajes y el parque, ingresé en una de las calles que se metía transversalmente por el lugar, para llegar a donde estipulaba la tarjeta. Casas renovadas y antiguas formaban un contraste que denotaba un antes y un después en la conformación de la zona. Originalmente un barrio obrero, ahora podría clasificarse como de clase media; incluso un poco más en algunos casos.

Llegué a la esquina a la que súbitamente decidí dirigirme, y, con cierta expectativa, me dispuse a contemplar cada mínimo detalle posible. La cuadra no era nada del otro mundo, y esa última frase que había formulado mi mente se me quedó en ella, retumbando por unos cuantos segundos. Luego de ocurrido esto, se me apareció en el lugar algo inexplicable, extraño; el paisaje era el mismo, pero, por cierto, motivo que desconozco, a la vez se veía diferente. Pasados ya diez, quizás quince minutos, salí de ahí y me encaminé a la avenida, para tomarme el mismo colectivo y retornar a mi casa. Le expliqué a mi amigo que tenía un inconveniente y que si podíamos dejar el encuentro para mañana. No le gustó el aviso sobre la hora, pero aceptó. Ya en mi escritorio, dentro de mi hogar, me hice un café y comencé a escribir a un ritmo desenfrenado, el final que necesitaba. Un final complicadamente sencillo.


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